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sábado, 22 de febrero de 2014

Cuando el aire huele a bosque

Avanza febrero y en el aire se respira una cierta sensación de impaciencia. En los bosques de montañas del centro peninsular las noches son aún muy frías; el suelo sigue cubierto de nieve. Y a lo largo de un mes de febrero tan loco como este, las nubes aparecen y desaparecen, los chubascos son constantes, el viento frío arrecia. Pero el aire ya huele a bosque; basta que la atmosfera se temple, que un rayo de sol atraviese las copas de los pinos para que las aves forestales improvisen sus primeros cantos. Es como si no pudieran contenerse, con la primavera todavía lejos pero ya a la vista.
Pinares de Valsaín, a 1.200 metros de altitud. Aún no ha dejado de llover y un carbonero garrapinos lanza su rítmica estrofa. Casi a la vez, desde las marañas del suelo, junto a un arroyo, canta, apresurado como siempre, un chochín. Es la hora de los humildes. Las aves rapaces y demás gente importante del bosque permanecen en silencio. Pero los petirrojos reclaman con su peculiar chisporroteo. Y lo mismo hacen los carboneros comunes, que rebuscan por el suelo, o entre la nieve, algo de comida para llevarse al pico.
Poca cosa más; un mirlo reclama, con un martilleo insistente. Todavía está lejos el momento de sus melódicas estrofas. Quien sí se anticipa es el zorzal charlo, siempre encaramado a lo más alto de los pinos, con una voz tan potente que incluso desde la distancia transmite una sensación de proximidad. Los  silbidos de los charlos dibujan así los contornos del bosque.
Foto
Carboneros comunes y garrapinos rebuscando en la nieve. | Carlos de hita
Invierno o verano, frío o calor, en los pinares nunca faltan los graznidos de las cornejas.
Cantan los solistas, tímidamente. Pero el fondo sonoro, el coro de la comunidad del bosque, aún está callada.

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