Publicado el 04/02/2007 a 21:29
De pequeño, si para cenar tenia patatas fritas, en vez de comérmelas con placer, me las reservaba para el final. Quería tener mis patatas intactas cuando los demás ya se hubieran comido las suyas. Buscaba el poder, el poder de las patatas. Ansiaba conservar lo mejor hasta el último momento pero, cuando me disponía a comérmelas, mis patatas ya estaban frías y arrugadas.
El problema esta cuando nos hacemos mayores y seguimos dejando las patatas para el final, en vez de disfrutarlas en su momento. Hay parejas que se pasan años eligiendo sofá. Visitan decenas de centros especializados, prueban todos ellos, discuten, arriesgan sus relaciones y, por fin, consiguen ponerse de acuerdo. Compran un buen sofá, lo llevan a casa y lo envueven en plástico y en una funda para que no se estropee. Tienen que vivir cada día con el sonido del plástico bajo sus cuerpos. Y no olvidemos que el plástico acusa todos los movimientos, suena hasta cuando respiras. Y todo para liberar el sofá solo el día que vienen las visitas y así poder fardar: “¿A que tenemos muy nuevo el sofá?”.
También hay familias que tienen en sus hogares una habitación muy espaciosa y cómoda, que solo utilizan en ocasiones especiales, como la Navidad. Estas familias se apiñan resignadas en una sala de no estar. Y se pasan todo en año en dos metros cuadrados, con una enorme mesa camilla y la televisión a 10 centímetros de la cara (el salón pequeñito, pero la tele GRAAAAAANDE). Allí comen, ven látele y se apelotonan a diario.
Y esto mismo sucede con las vajillas, los juegos de café, la ropa de cama, las toallas, la ropa, el dinero y las relaciones (por orden de importancia).
¿Por qué estamos tan seguros de que estaremos aquí mañana?
¿Por qué no podemos disfrutar de lo que tenemos?
¿A que esperamos para vivir sin reservas?
¿Por qué seguimos dejando las patatas para el final?
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