El otoño, es tiempo también de grandes cambios en la naturaleza. De berreas de ciervos encelados y de viajes imposibles de las aves estivales hacia África.
Hasta hace poco, la migración de los pájaros era un misterio. ¿Dónde se iban las golondrinas finalizado el verano? Aseguraba Aristóteles que se escondían en agujeros y allí hibernaban. Otros las imaginaban enterradas durante meses en el barro. El anatómico inglés John Hunter
trató de demostrarlo empíricamente en el siglo XVIII: capturó un grupo
de golondrinas, esperó al otoño y las sumergió bajo el lodo. Llegada la
primavera, y tras comprobar que todas habían muerto, comenzó a dudar.
Más prudente, su contemporáneo el naturalista alemán Johann Leonhard Frisch ató cintas de colores a las patas
de las avecillas y las soltó. Cuando meses después todas ellas
regresaron con la primavera, dedujo que no habían estado enterradas pues
las cintas se veían limpias.
Hoy tenemos una tecnología maravillosa que nos permite saber con exactitud a dónde van las aves. Y gracias al proyecto migraciondeaves.org de SEO/BirdLife y al apoyo de los satélites, podemos seguir sus movimientos desde el ordenador día a día.
Así sabemos que Picoto, un halcón abejero (Pernis apivorus) marcado en el cacereño Valle del Jerte, devora ahora insectos en Liberia. O que una carraca europea (Coracias garrulus) de Villamanta
(Madrid) campea en estos momentos por el sur de Níger con la misma
confianza que hace poco lo hacía por la cuenca del río Alberche.
Aunque millones de ellas no llegan. Como la pequeña buscarla pintoja (Locustella naevia) que esta semana se estrelló contra los cristales del Museo de la Evolución Humana de Burgos.
Otra víctima inocente más de nuestros modernos edificios transparentes
inútilmente iluminados toda la noche. Pero así es la naturaleza y el
hombre. Es el otoño. Es la vida.
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